Por MICHAEL ZÁRATE
Por MICHAEL ZÁRATE
Un tranvía se acerca. Estamos cerca de la antigua Puerta Zhengyang, al sur de la plaza Tian’anmen, y un tranvía se acerca. No hay mucha gente dentro de él. Apenas se ve a una joven que va comiendo una brocheta de carne con una expresión que parece confirmar el secreto de la milenaria cocina china: esa precisa combinación de lo picante y lo salado, de lo dulce y lo agrio, de lo amargo y lo aromático. El tranvía se aleja y deja ver la puerta de ingreso a Xianyukou, un tradicional hutong (callejón) de Beijing que conserva el encanto y aroma de la ciudad de antaño.
Ubicado dentro del concurrido barrio de Qianmen, Xianyukou quiere decir, literalmente, “la calle del pescado fresco”, un nombre bastante propicio, pues en este hutong se situó la primera pescadería del antiguo Beijing. El tradicional callejón, repleto de los más famosos y extraños bocadillos, platos y aperitivos de la capital china, fue reabierto al público el pasado 8 de mayo, luego de tres años de trabajos de reconstrucción. Con un ancho de 7 metros, el hutong Xianyukou cuenta con una historia de –nada menos– 570 años, ya que comenzó a ser construido durante la dinastía Ming (1368-1644).
Cuando el hambre apremia
Es la 1:30 de la tarde y entramos al restaurante Tianxingju. Si usted aún no lo sabe, en China se almuerza mucho más temprano que en Occidente, usualmente a las 11:30 de la mañana. Sin embargo, es la 1:30 de la tarde y el local sigue atestado de clientes, quienes pugnan por saborear el hígado estofado de cerdo, que tanta fama le ha dado a este restaurante y a su marca, establecida allá por 1862. Con suma dificultad, hallamos un lugar en una mesa que compartimos con otros comensales, y es ahí donde conocemos a Wu Xiangning, una mujer de 65 años que ha traído a su nieto a comer.
Mientras esperamos nuestro pedido, Wu nos cuenta que, de niña, solía acudir a este barrio a consumir un platillo de hígado que costaba 20 centavos de yuan. Al fin, llega el hígado y el sabor del ajo se hace sentir. La harina glutinosa, por momentos, se aferra a la comisura de nuestros labios. La mesa, que hasta hace unos minutos lucía casi desierta, ahora está atiborrada de baozi, los tradicionales panecillos de Beijing, cuyo relleno es de carne de cerdo y que resultan la mejor combinación a la hora de comer el hígado estofado, por el que, dicho sea de paso, tuvimos que esperar 20 minutos.
En épocas en que se almuerza de pie, Wu Xiangning se sienta a decir sus verdades en la mesa. “¿Saben qué? Antes, en las casas no era usual preparar hígado estofado porque costaba mucho. Sólo lo hacíamos para celebrar la Fiesta de la Primavera (el Año Nuevo chino) o cuando a nuestros padres les entregaban su salario mensual”, recuerda Wu con una apergaminada sonrisa y una mirada que se dirige hacia dos viejas fotografías colgadas en la pared, en las que aparecen algunos chinos que todavía llevan la trenza propia de la dinastía Qing (1644-1911). Parece mentira que aquellas imágenes muestren cómo era el barrio de Qianmen a inicios del siglo XX, silenciosos testigos de los cambios experimentados por la capital china. Si la fotografía y la gastronomía se parecen en algo es en ser las más hermosas vitrinas del pasado.
Cuando las tripas suenan
En el hutong Xianyukou hay numerosos locales que ofrecen los bocadillos más típicos de Beijing. De pronto, viene un plato con tiras oscuras que parecen mondongos. Y, en efecto, lo son. Se trata del baodu, o estómago de cordero o res, que hay que comerlo cuando está caliente; o, de lo contrario, te dolerán tus mondongos. Otros famosos bocadillos de la ciudad son el aiwowo, un pastel hecho de harina y arroz glutinoso al vapor, en forma de cono, y el wandouhuang, un pastel hecho de arvejos. Hasta hace 100 años, ambos se preparaban únicamente en la corte imperial y formaban parte de la dieta del emperador.
Al recorrer las calles, uno no puede evitar percatarse de que muchos beijineses llevan en sus manos la misma brocheta de carne que vimos en la joven del tranvía, a la que mencionáramos al inicio de este artículo. Se trata del típico yangrouchuan, o carne asada de oveja, de exquisito sabor y profundo aroma. De hecho, el yang-rouchuan no es originario de Beijing, pero se le considera parte de su gastronomía tradicional porque llegó a esta ciudad con la dinastía Yuan –la de los mongoles– que gobernó China entre 1279 y 1368.
Más allá de los tradicionales locales de bocadillos, Xianyukou ofrece también puntos de interés para quienes desean apreciar el originario Beijing y “escapar” de la modernidad de la calle comercial Qianmen. No muy lejos de este hutong se encuentra la antigua casa de baños Xinghuayuan, que destaca por su mármol blanco de estilo europeo, arcos y columnas románicas, en notable simbiosis con el estilo chino. Este recinto fue la primera casa de baños pública del centro de la ciudad, donde se reunían a charlar vecinos de todos los estratos sociales. A pocos pasos de ahí, se acaba de construir una plaza bajo el estilo de Taiwan, con tiendas y cafés que ofrecen productos y platillos propios de la isla.
Cuando los patos cuelgan
Si hay un emblema culinario en Beijing es el pato laqueado, mundialmente famoso y conocido por los chinos como “el primer plato bajo el cielo”. Originalmente llamado shaoyazi, comenzó siendo preparado únicamente para el disfrute del emperador de la dinastía Yuan. Sin embargo, con la llegada de la dinastía Ming, el plato formó parte del menú de toda la corte imperial. Para el período Qianlong (1736-1796) de la dinastía Qing, su popularidad se extendió a las clases altas y sirvió de inspiración para poetas y eruditos.
En Beijing, el pato laqueado tiene dos escuelas claramente definidas: el pato preparado en un horno “sin puertas”, hecho por la cadena de restaurantes Quanjude (que en chino significa “reunión de virtudes”), y el pato preparado en un horno “en el que no hay llamas”, a cargo de la cadena Bianyifang (creada en 1855). La diferencia entre ambas escuelas radica en que la primera usa un fuego visible, cuyo combustible proviene de árboles frutales (si es de dátiles, mejor); mientras que la segunda usa un fuego no visible, cuyo combustible deriva de los tallos de mijo.
El restaurante Quanjude, establecido en Beijing desde 1864, goza de tanto prestigio que es muy usual apreciar una larga cola muy cerca de su puerta de ingreso. De hecho, son casi las 3 de la tarde y hay una fila de alrededor de 30 personas que buscan adquirir una caja de pato laqueado, la cual puede llegar a costar aquí entre 198 y 225 yuanes (31 y 35 dólares), dependiendo de si uno adquiere también la salsa de judía dulce y los heyebing, esa especie de tortilla en la que la carne de pato es envuelta para el disfrute tradicional del platillo.
Desde mediados del siglo pasado, el pato laqueado se fue convirtiendo en un símbolo no sólo beijinés, sino nacional. Por ejemplo, durante su primera visita a China, el influyente Henry Kissinger, ex secretario de Estado de Estados Unidos, probó este platillo en el almuerzo y quedó fascinado con su sabor. Al día siguiente, chinos y estadounidenses suscribieron una declaración conjunta en la que invitaban al entonces presidente de EE.UU. Richard Nixon a visitar China en 1972. No son pocos los que creen que el pato laqueado fue uno de los factores detrás del histórico acercamiento entre ambas naciones. El pato laqueado, particularmente el ofrecido en Quanjude, ha sido también uno de los platos favoritos de diferentes líderes políticos, que van desde el ex presidente cubano Fidel Castro hasta el ex canciller alemán Helmut Kohl.
Otro de los platillos emblemáticos del viejo Beijing es el douzhi, una sopa parecida a la leche de soja, pero hecha con frijol verde, que es muy apreciada por los más tradicionales beijineses. Sin embargo, su sabor es bastante agrio, debido al proceso de fermentación que la sopa ha sufrido, y puede no ser del agrado del paladar extranjero. El douzhi generalmente se prueba acompañado por jiaoquan (aros de harina frita), torta de semillas de sésamo y tirillas saladas de nabo sueco. No está de más atreverse a probarlo para conocer el gusto de los beijineses.
Es hora de abandonar el hutong Xianyukou. Los faroles rojos (color de la suerte y la felicidad en China) están por todas partes. Dos hombres, que simulan ser estatuas de oro, concitan la atención de numerosos turistas. Después de una tarde –literalmente– deliciosa y una barriga –despreocupadamente– llena, Xianyukou nos ha servido para comprobar que la antítesis de la gula no es la templanza, sino el buen gusto, que modera. Con mucha razón, Dante Alighieri colocó a los golosos en el tercer círculo del infierno. Pero el buen gusto permanece en este rincón celestial de Beijing.