Viaje al Oeste Historias, paisajes y maravillas en el recorrido de un diplomático argentino por Gansu y Xinjiang
Por MICHAEL ZÁRATE
El argentino Edgardo Finochietti en las dunas de Dunhuang, provincia de Gansu.
La diferencia entre un viajero y un turista es la misma que hay entre un expedicionario y alguien que sale a hacer un picnic. Edgardo Finochietti, agregado administrativo de la Embajada de Argentina en China, pertenece a esta primera clase. Este diplomático de 62 años no ha dudado toda su vida en tomar el timón de un automóvil y recorrer por carretera los países en donde ha prestado servicios. Lo hizo en Cuba, en Rusia y también en China, donde radica desde hace 4 años. La suya es la historia de una vida en movimiento.
No hay duda de que China es un destino exótico para un latinoamericano. Desde que llegó a Beijing, Finochietti tenía una idea en la mente: recorrer el Oeste de China. “Yo no conozco Shanghai, no conozco Hong Kong y no me llaman la atención. Para conocer una ciudad grande basta Beijing, y antes Moscú. Lo que más me interesan son las etnias minoritarias de China y sus paisajes”, dice.
Con este objetivo, Finochietti decidió colocar avisos en la Universidad de Lengua y Cultura de Beijing (BLCU, en inglés) y en el Instituto Cervantes, en los que solicitaba un estudiante chino de español avanzado que quisiera servirle de intérprete a él y a sus otros tres acompañantes: su hijo Alejandro, su amigo Ignacio Lannot y el hijo de este último. El destino quiso que a pocos días de que los cuatro emprendieran el viaje se contactara con ellos David Xie, un joven chino que había estudiado la lengua de Cortázar en Shanghai, y quien resultó un estupendo guía.
Ignacio Lannot, amigo de Edgardo Finochietti, y su hijo Nacho en Dunhuang, provincia de Gansu.
Destino: Dunhuang
Con el equipo completo, Edgardo Finochietti volvió a tomar el timón de su automóvil y el 25 de junio de 2014 comenzó un fascinante viaje, cuya primera parada fue Dunhuang (provincia de Gansu), una importante ciudad dentro de la antigua Ruta de la Seda. Los cinco quedaron impresionados con las famosas Grutas de Dunhuang. “Las más impresionantes grutas que he visto en mi vida”, asegura Finochietti. Sin embargo, más allá de esta gran atracción turística china, a Finochietti y a su hijo les impactó la forestación del desierto que impulsa China en la zona.
“Nosotros vimos sembrados en medio del desierto y eso es algo increíble en un lugar donde no hay agua”, menciona Alejandro, mientras que su padre añade: “Uno sabe que China es un país en desarrollo, pero cuando viajas ves que en esta parte alejada del país hay progreso, hay edificios, hay comercio, hay autos relativamente nuevos. Ves que hay bienestar”.
Luego de Dunhuang, los cinco llegaron a Jiayuguan (Gansu), donde les impactó el Fuerte de Jiayuguan, situado al final del sector de la Gran Muralla construido durante la dinastía Ming (1368-1644). “En aquella época era el último fuerte, el fin del mundo civilizado. Más allá solo existían los demonios del desierto y los ejércitos bárbaros de Asia Central. Es increíble estar donde acababa la China de entonces”, dice Finochietti.
Los cuatro argentinos y el joven chino alcanzaron luego el condado de Xiahe (Gansu), ubicado en un bello valle montañoso en el límite con la provincia de Qinghai, donde los esperaba el Monasterio de Labrang, uno de los seis grandes monasterios de la escuela Guleg del budismo tibetano. Posteriormente pasaron por el poblado de Langmusi (Gansu), en el que apreciaron los yaks (bóvidos que habitan en las altas montañas del Tíbet).
Después ingresaron a la provincia de Sichuan, cuyo camino los dejó maravillados por la cantidad de túneles y la extraordinaria infraestructura. En la ciudad de Leshan se toparon con el Gran Buda de Leshan, la estatua esculpida en piedra de Buda más alta del mundo, y construida durante la dinastía Tang (618-907). Basta decir que las uñas de este Buda miden más que un hombre. “El Buda está pegado a una montaña y para verlo bien debes alejarte. La mejor forma de verlo es desde una embarcación por el río que está a los pies del Buda. Nosotros lo hicimos y fue una cosa lindísima e increíble”, menciona Alejandro.
El quinteto pasó luego por la Represa de las Tres Gargantas (“solo en China se hacen obras de esta naturaleza”, manifiesta Finochietti) y el Templo Shaolin en la provincia de Henan. “Yo ya había ido –recuerda el diplomático argentino–, pero quise volver porque tiene un espectáculo nocturno que es hermoso. Es un ballet folclórico en base a tambores que lo presentan en una montaña”.
Para los argentinos, este primer viaje al oeste de China fue también la oportunidad de experimentar la agricultura y la vida de los campesinos chinos. Alejandro, el hijo de Finochietti, lo recuerda así: “Los agricultores de la zona eran muy buena onda. Nos permitieron recolectar las papas con ellos y cortamos el trigo con una hoz”.
El estudiante chino David Xie, Alejandro y Edgardo Finochietti en el templo Tsway Gompa en Xiahe, provincia de Gansu. Fotos de Edgardo Finochietti
Próxima parada: Xinjiang
Los buenos recuerdos que le dejó el viaje por Gansu y Sichuan hicieron que Edgardo Finochietti se decidiese en septiembre del año pasado a emprender un nuevo periplo, esta vez rumbo a la región autónoma uigur de Xinjiang. Para esta ocasión, su hijo no pudo acompañarlo porque comenzaba clases en la escuela, pero sí volvió a viajar con su amigo Ignacio Lannot y otro joven estudiante chino de español.
Finochietti volvió a conducir su automóvil hasta la ciudad de Turpan (este de Xinjiang), la cual se encuentra en una depresión a 155 metros por debajo del nivel del mar, y en donde pudieron observar kilómetros de viñedos en medio del desierto. “En Turpan hay un sistema de riego maravilloso, que está todo socavado debajo de la montaña. Han hecho túneles aprovechando las bajadas de los ríos y traen el agua desde la montaña de hielo hasta el centro de la ciudad”, menciona Finochietti. En efecto, lo que él vio es el famoso “sistema hídrico de Turpan”, considerado uno de los más grandes proyectos hídricos de la antigua China.
Otro de los lugares que dejó grata impresión en él fue Kashgar, especialmente su mezquita y el casco antiguo de la ciudad. “Fuimos al mercado de animales y salimos impactados. No imaginé encontrar toda esa diversidad de animales que en Argentina solo se ve en zoológicos”, dice. Finochietti recuerda que dos personas negociaban la venta de un camello. “¿Y sabes cuánto valía? ¡300 yuanes nada más! Vendedor y cliente acordaron el precio, se escupieron en la mano como tradición y se abrazaron. El cliente se lo llevó por 300 yuanes (45 dólares). Me quedé impresionado”.
Los argentinos llegaron después a la prefectura de Tacheng, a solo 10 km de la frontera con Kazajistán, donde los esperaba una amiga: Seyyare, quien había trabajado en la Embajada de Argentina en Beijing. “Fuimos a su casa y nos atendieron bárbaro. Su familia es extraordinaria. Ella y su hermano Ilham nos llevaron a los alrededores de Tacheng. Nos invitaron a comer cordero con sus padres. En la mesa colocaron la cabeza del animal y dijeron que era para el más viejo. Todos dijimos que ese era mi amigo Ignacio”, ríe el diplomático argentino.
Viajar es, antes que nada, un antídoto contra la intolerancia. Te abre los ojos y sobre todo la mente al entrar en contacto con otras culturas, con otras tradiciones. Por ello, Finochietti ya está pensando en el viaje de este año, el cual será al noreste de China.
Como dice su compatriota, el periodista argentino Martín Caparrós, hay viajeros en serio: que no viajan para llegar alguna parte. Que no viajan para producir recuerdos. Que no viajan para producir: que producen para viajar.