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2015-December-24 15:39

Durmiendo en la Muralla China

Por RAFAEL VALDEZ

 
Esta parte de la Muralla no ha sido restaurada. No hay escalones ni barandas, sino maleza, árboles y piedras.
 

OCHO veces he ido a la Gran Muralla china, pero recién la octava vez conocí su rostro más genuino. Ese que tiene arrugas y manchas. Ese que aún no ha sido maquillado. Ese que generalmente no ven los turistas. Es una Muralla distinta a la que había visto antes. Esta Muralla que conocí es como una persona anciana que ahora es muy frágil, aunque en las zonas turísticas, la Muralla parece adolescente. Algunos la llaman “Muralla Salvaje” (Wild Great Wall) porque muchos de sus tramos se han ido destruyendo con el pasar de los años y la consideran “peligrosa”, incluso hay partes cubiertas de vegetación que dificultan su recorrido. Es allí donde vi los mejores paisajes de la Muralla China.

Con cuatro amigos quisimos embarcarnos en esta aventura. Cada uno había ido varias veces a los tramos de la Muralla que han sido restaurados para los turistas. La zona de Badaling es la más popular por su cercanía a Beijing (80 km) y porque la imponencia de esa muralla de 21.000 km de longitud es indiscutible.

Sin embargo, en Badaling, los ladrillos lucen nuevos, hay barandas a los lados para que los visitantes puedan apoyarse al subir los tramos empinados, hay muchos vendedores de recuerdos y bebidas y, sobre todo, hay mucha gente, lo que dificulta el poder tomarse una foto. Lo que se muestra en Badaling es el producto de una profunda restauración con un objetivo turístico. Tal como si a una mujer anciana se le aplicara una gruesa capa de maquillaje para disimular las huellas de la edad. Hay quienes defienden a las arrugas como trofeos de batallas vividas. Pero si no se aplicaran técnicas de restauración en los destinos turísticos del mundo, me pregunto: ¿cómo sería el puente de San Francisco o el Tower Bridge de Londres que, dicho sea de paso, son mucho más jóvenes que la Muralla? Seguramente no se permitiría el paso de turistas como ocurre en los vestigios de los mayas en Tulum o en las pirámides de Egipto porque es tal el grado de deterioro que es peligroso que los visitantes caminen a través de ellos.

Por nuestra parte, lo que nos interesaba era la aventura de recorrer la Muralla por una ruta que no había sido renovada para los turistas. Nos encontramos a las 13:00 en la estación de buses de Dongzhimen, al noreste de Beijing, en la línea 2 del metro. Federico y Pablo, de Uruguay; Jean Baptiste, de Francia; María Esther, de Perú, y yo, de Ecuador, estuvimos puntuales. Cada uno cargaba una pesada mochila en la espalda y además dos bolsos en los brazos. Adentro había comida, bebidas, bolsas de dormir, repelente para mosquitos y un botiquín en caso de emergencia.

Tomamos el bus 916. Aproximadamente una hora después llegamos a la estación de bus Huairou. En realidad, no nos dimos cuenta porque nos habíamos quedado dormidos. Fueron los pasajeros chinos quienes nos habían escuchado decirle al chofer hacia dónde íbamos y fueron tan amables de estar pendientes de nosotros. Por eso, al llegar todos gritaron: 外国人下车 (waiguoren xiache) que significa “los extranjeros se bajan”.

El atardecer de la Gran Muralla.

Allí tomamos una pequeña furgoneta que nos llevó hasta la aldea de Nanjili. Contar con alguien que hablara chino fluido fue una suerte. María Esther fue quien le explicó al chofer adónde íbamos y regateó. Ese trayecto tomó alrededor de una hora. Al llegar a la aldea, tuvimos la suerte de encontrar a una mujer que estaba barriendo su casa. “¿Van a la Muralla?”, preguntó. Evidentemente no éramos los primeros extranjeros, con ínfulas de Marco Polo, que habían llegado a ese lugar. “No, gracias, ya tenemos un mapa”, le contestamos. “¿Seguro? Yo puedo llevarlos”, dijo la mujer. “No, no, podemos llegar solos”, contestamos. Menos mal María Esther tuvo la precaución de pedirle el número de teléfono y decirle que, en caso de que nos perdiéramos, la llamaríamos. Eran aproximadamente las 4 p. m. de un caluroso día de agosto.

Federico y Pablo tomaron la delantera. A lo lejos, en la cima de la montaña se veía la torre o Zhengbeilu, pero lo curioso es que nuestro camino iba en descenso y cada vez encontrábamos más arbustos. Por un momento me sentí en la Amazonia. Después de media hora de caminata en medio de árboles y maleza, nos dimos cuenta de que ese no podía ser el camino. Nos habíamos perdido, así que María llamó a la señora y tuvimos que regresar. En ese momento, nos comenzó a preocupar que pronto anocheciera y nos quedáramos sin luz. La señora dijo que si íbamos a buen ritmo, llegaríamos en poco más de una hora. Pero justo antes de arrancar, la señora se percató de que María Esther llevaba unas sandalias (grave error tomando en cuenta que íbamos a escalar una montaña). Sin que se lo pidiéramos, la señora le ofreció un par de zapatos a María. Afortunadamente eran de la misma talla. Así, nos lanzamos a la montaña. Junto a la señora china a la cabeza iban Federico, Pablo y Jean Baptiste. María Esther y yo, poco a poco, nos fuimos quedando atrás. Después de unos 45 minutos, yo empecé a sentirme muy débil, no había almorzado y, de repente, comencé a ver todo borroso. Sentía que iba a desmayarme. Le dije a María que no podía continuar, que siguieran ellos, yo necesitaba comer y beber agua. En ese momento, ya habíamos perdido de vista a Federico y Pablo. María no dudó ni un minuto, también estaba muy cansada. Los demás comenzaron a llamarnos. Aunque no los veíamos, les dijimos que continuaran, que descansaríamos un rato. Así lo hicimos. Preparamos unos panes con jamón y queso, comimos unos chocolates para elevar la glucosa y tomamos mucho jugo de naranja. Estuvimos ahí una media hora. Aunque teníamos miedo de que los demás se alejaran mucho y les perdiéramos el rastro, necesitábamos urgentemente descansar. Afortunadamente, al poco rato de que retomáramos la escalada, nos encontramos con Jean Baptiste que se había quedado esperándonos. Una media hora después, por fin, llegamos a Zhengbeilu. Le pagamos con gusto los 200 yuanes (unos 33 dólares) que nos pidió nuestra salvavida china.

Llegamos justo antes del atardecer. A partir de ahí, todo lo que pudiera describir con palabras, sería insuficiente. Estaba parado frente a un mar de nubes donde la Muralla se zambullía como un dragón entre olas de algodón. Desde esa torre vimos cómo se escondía el sol al atardecer y cómo la luna llegaba imponente y solitaria.

El tramo desde donde acampamos hasta Mutianyu fue el más peligroso porque el terreno era empinadísimo. Rafael Valdez

 
Alumbrados solo por la luna nos pusimos a armar las tiendas de campaña. Ese día constaté lo inútil que soy en estas cosas. Menos mal, Pablo, Federico y Jean Baptiste tenían más experiencia. María Esther, por su lado, intentaba prender fuego. Cuando todo estuvo listo, nos acostamos para contemplar las estrellas. Pocas veces en la vida he tenido la oportunidad de ver un cielo tan despejado.

A la mañana siguiente, el mismo ruido de los insectos y los primeros rayos de luz nos despertaron. Ver el amanecer en la Muralla fue como descubrir el verdadero rostro de una mujer sin maquillaje. Una deliciosa oportunidad de encontrar belleza en lo imperfecto. Pronto, el mar negro se disipó y, en su lugar, hizo su entrada triunfal el sol en medio de rayos de luz naranjas y rojos.

Nos apuramos en desarmar las tiendas y acabamos nuestras últimas raciones de pan, jamón, queso y jugo. Aprovechamos para sentarnos a mirar una vez más ese magnífico escenario, queríamos que se quedara impregnado en nuestras memorias. Luego nos lanzamos nuevamente a la aventura. Nos habían dicho que solo teníamos que seguir la ruta de la Muralla y que llegaríamos a Mutianyu, una de las zonas restauradas.

Una hora demoramos. Pero ese tramo fue uno de los más peligrosos. Por si fuera poco, algunas partes de la Muralla se iban derrumbando cuando las pisábamos. María Esther tenía dificultades. Jean Baptiste y yo la ayudamos. Así, con un poco de temor y dándonos la mano entre todos, llegamos a Mutianyu. Nos recibió un cartel que decía: “Esta zona no es apta para turistas”. Al lado estaba una señora que tenía una tienda de bebidas y artesanías. Para nosotros, esa tienda fue un oasis y significó también el regreso “a la civilización”. Fue ahí donde terminó el silencio y también la auténtica Muralla, esa que no olvidaré.

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