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El oficio del lector

Source:China Hoy Author:ANTONIO RODRÍGUEZ DURÁN*
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Antonio Rodríguez Durán, intérprete, profesor y traductor literario.

 

Es indudable que en la literatura encontramos rasgos culturales y, que en cierta medida, poemas, novelas y obras teatrales pueden llegar a fungir como fuentes a las que se acude con el deseo de entender a una sociedad, una civilización o una cultura. Pero cierto es también que, en ocasiones, solemos reducir obras literarias a un reflejo de su contexto histórico, con el afán de hallar entre sus renglones la clave que nos permita develar el latir cultural de un pueblo.

 

Quiero hablar desde la perspectiva del lector, y no desde la del traductor, pues si bien en ambas actividades encuentro un placer inmenso, el escribir como lector me permite decir sin excesiva vergüenza que mi conocimiento de literatura china –clásica, moderna, contemporánea– era bastante reducido antes de llegar a China.

 

Aquellos clásicos

 

Mi gusto, por alguna razón, ha sido siempre impermeable a los clásicos. No me atraían ni Cervantes, ni Shakespeare, ni mucho menos Homero. Me decanté, en mis primeros años como lector, por los “clásicos” latinoamericanos: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar. No me atraían particularmente ni Borges ni Neruda por ser, a la luz de mis pueriles imaginarios, escritores universales, luego europeizados, al contrario de la camada del boom que se me antojaba más cercana a mis propias realidades.

 

Aquí es donde entran en escena los chinos. A mis ojos, en la literatura china abundaban los clásicos. Y es así. Desde el 诗经 (Shi Jing), que la academia se debate entre si llamar poemas, cantos u odas, o el Dao De Jing –mejor conocido como el Tao Te Kin o el Clásico del camino y la virtud– y su miríada de traducciones, comentarios y exégesis hasta El sueño del pabellón rojo y Viaje al oeste, la tradición literaria en China está plagada de obras maestras, de tomos en los que convergen y se difuminan las fronteras de la filosofía, la historia y la literatura, de tramas urdidas con tal nivel de complejidad y riqueza que el lector no puede sino leerlas con atenta solemnidad.

 

Yo, sin embargo, les rehuía a esos clásicos, cuyo grosor en unos me asustaba casi tanto como las escasas páginas en otros. Hasta que un día me sorprendí estudiando lengua y literatura al sur de la República Popular China, en la provincia de Guizhou. En mis primeros meses advertí que para un gran número de estudiantes chinos de primer año universitario, fueran o no del área de literatura, saber de memoria diálogos de las Analectas de Confucio, o algún pasaje de El pabellón de las peonías de Tang Xianzu, no es algo tan raro como encontrar quien te cite a Rubén Darío o a Góngora hoy en día en Hispanoamérica.

 

Fue este fenómeno lo que me hizo caer en cuenta –muy gradualmente– de hasta qué punto la tradición literaria de una cultura puede llegar a influir al pueblo que la gestó. Al caer en cuenta también caí en mi propia trampa, pues como bien dice el escritor Yu Hua: “La reducción quizás se pueda llevar a cabo en la química, pero cuando se trata de la historia o de una biografía, termina siendo una ficcionalización de la realidad ideada por un puñado de intelectuales”.

 

Ese impulso –voraz apetito de comprensión total que suele surgir de los peores rincones de la razón– me llevó a tomar cualquier frase salida de un libro escrito por un autor chino para trasplantarla directamente a la realidad y así explicar lo que ocurría a mi alrededor. En esto son sabios los chinos, pues entendieron hace tiempo que la salud –física, mental, emocional y espiritual– reside en el equilibrio. Desandar esa senda ha sido un proceso colmado de aprendizajes, pues por aquel camino de regreso a un mundo donde no todo podía ser explicado desde los libros, me guiaron los grandes maestros de la literatura china moderna y contemporánea.

 

China hoy en día estará acaso atravesando el mismo proceso de apertura que vivió Rusia luego de la Revolución de Octubre; y así como hoy leemos sin preguntarnos si los rusos serán como esos tenebrosos personajes que ensombrecen con su gravedad los párrafos de Dostoyevksi, es probable que en un par de décadas no nos extrañen los delirantes ademanes de los personajes de Can Xue.

 

Tándem Animales, una obra que contó con la traducción de Antonio Rodríguez Durán.

 

Los ojos en China

 

El interés que se tiene hoy en día por China es enorme. El mundo tiene los ojos puestos en su desarrollo económico, en sus denuestos políticos y en su latir cultural, y mucho se dice de los chinos: que son fríos, que son cálidos, que son brillantes, que son ignorantes. A ciencia cierta, yo puedo afirmar que son buenos escritores y que son herederos de un sistema de escritura que les permite evocar las nubes sin necesidad de desprender los pies de la tierra. Tener el privilegio de leer caracteres que llevan a cuestas al menos tres mil años de historia es razón suficiente para dedicar mi vida a ello, a leer. Dije que iba a hablar desde la perspectiva del lector, pues eso es lo que somos los traductores al fin y al cabo, lectores que tenemos el privilegio de escribir las historias que otros crearon para conmovernos, para increparnos, para hacernos despertar y para ayudarnos a conciliar el sueño.

 

Borges decía que el problema con la literatura no es que hubiera malos escritores, sino que no había buenos lectores. Yo no soy Borges –y según él, tampoco lo era Borges mismo– y por ende tampoco me aventuro a ser tan categórico. Empero, encuentro un aspecto interesante en sus palabras: el considerar la lectura como un proceso tan creativo como lo sería la escritura. Los universos, los rostros y las voces que se nos presentan en una novela toman forma ante los ojos de la mente a través de un acto que edifica sobre lo que otros ya crearon, y por ello es que la mejor lectura es la recreativa.

 

William Ospina menciona que la lectura sirve para muchas cosas, pero que sería maravilloso que la lectura, siquiera por momentos, no sirviera para nada, pues en ese acto de recrear, poco importa si las lámparas rojas de Xu Zechen arden o no, o si los cristales de Lu Nei se hacen una y mil veces añicos. En ese bello abandonarse a los trazos, quizás la tierra reventada de historias de Jia Pingwa no albergue fantasmas vestidos de tradiciones ni tampoco la historia relatada por Li Jingze sea esa afantasmada carcajada de los siglos, pues leer en chino es ver árboles, lunas, plumas y piedras donde antes había sílabas. Así, podemos saborear la Beijing emparamada de absurdos de Feng Tang, podemos degustar la gastronomía surrealista de Kang Fu y deleitarnos con la delicada sal de A Lai.

 

Estos maestros me permitieron poner en perspectiva mi percepción de una China anquilosada en sus tradiciones y me mostraron que si bien obras como las de Lao Zi, Du Fu, Lu Xun y Mo Yan han vertebrado el devenir de una civilización milenaria, los escritores chinos son también escritores y que así como no leemos –o al menos intentamos no hacerlo– a Baudelaire con el único propósito de entender la Francia del siglo XIX, sino por el placer de disfrutar sus excelsos versos, tampoco deberíamos apresurarnos a encasillar a los escritores chinos como meros amanuenses de su historia patria. Lo son, pero como todo dentro de la misteriosa espiral del Dao, al mismo tiempo no lo son, y no nos viene mal recordarlo de vez en cuando.

 

 
 
*Antonio Rodríguez Durán estudió lengua y literatura en la Universidad de Guizhou. Hoy en día trabaja como intérprete, profesor y traductor literario.

 

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Editor: Wu Wen Da-->

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