Muy recomendado |
Por los poros de la vida | |
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El padre y hermano de David Fuente delante de la Torre del Reloj, en el centro de Xi’an. En la esquina suroeste de la muralla de Xi’an. David Fuente (izq.) junto a su padre y hermano en la Universidad Jiaotong de Xi’an. Fotos cortesía del autor CHINA suele atraer por su cultura milenaria, por el té y la comida, por el trazo sinuoso de su Gran Muralla, por su filosofía antigua, por sus modernas ciudades luminosas, por sus pueblos con los tejados de cerámica negra y las terrazas de arroz, por sus capitales históricas, por los trajes vistosos de su ópera, por tener –no miento– todos los paisajes del planeta, por el encanto de su difícil idioma o por los dibujos a tinta con amplios blancos y elementos muy escogidos. Pero he de confesar que lo que a mí me atraía más vívidamente de China era, por sobre todas las cosas, estudiar de cerca y vivir in situ el feliz ajetreo de su construcción del socialismo. Son conocidas las palabras del poeta salvadoreño y comunista Roque Dalton (1935-1975) en la apertura de su libro Taberna y otros lugares, de 1966: “Querido Jorge: Yo llegué a la revolución por la vía de la poesía. Tú puedes llegar (si lo deseas, si sientes que lo necesitas) a la poesía por la vía de la revolución. Tienes por lo tanto una ventaja. Pero recuerda, si es que alguna vez hubiese un motivo especial para que te alegre mi compañía en la lucha, que en algo hay que agradecérselo a la poesía”. Queridísimo Roque: hoy –cada vez más; también mañana– por todos los caminos se llega a China. Punto de partida Yo llegué a la ciudad de Xi’an en diciembre de 2022 para estudiar un doctorado en Teoría Marxista. Efectivamente, Xi’an: la ciudad de los Guerreros de Terracota, el punto de partida de la Ruta de la Seda, quizá la primera ciudad de la historia en llegar a un millón de habitantes. Por su pasado y su presente multicultural, tiene en su seno, en el centro, un barrio musulmán con la Gran Mezquita. En él pasean los turistas, la enorme mayoría chinos, y comen pinchos de cordero y otros platos locales. Algunos de los hombres que atienden llevan una taquiyah (gorro) y algunas de las mujeres, un velo. Sea invierno o verano, los aromas y la gente se suceden, mientras uno trata de decidir qué se le antoja más suculento. Para un vasco con apetito, resulta un lugar siempre agradable. ¿Será el rincón que más me entretiene enseñar cuando viene alguna visita? Llegué a China por la vía de la revolución. En concreto, por su expresión y su necesidad teórica: el marxismo. Y aunque, como todo doctorando, he pasado la mayoría del tiempo en la biblioteca, China al completo fue emergiendo por los poros de la vida. Recuerdo el primer paseo en la muralla de Xi’an, esa enorme muralla de casi 20 metros de ancho y 14 kilómetros de largo que rodea todo el centro de la ciudad. Fui solo. Era un día soleado de invierno, frío y luminoso, y la muralla estaba casi desierta. Por aquellas fechas, las restricciones por el coronavirus eran ya escasas, pero la concienciada población china aún evitaba los lugares en los que solían formarse aglomeraciones. En lo que a mí respecta, estaba en Xi’an como un niño con un juguete nuevo. La calma del lugar contrastaba con mi curiosidad, que se movía de un extremo al otro y me empujaba a estirar el tronco entre las almenas para ver el foso, luego a asomarme hacia la cara interior, luego hacia adelante, hasta el siguiente puesto de guardia, luego a acariciar la grisácea cerámica de los ladrillos, luego a recaer en la larga historia de la China feudal protegida por esta mismísima estructura. Después de aquella ocasión, he vuelto a subir a la muralla media docena de veces, y nunca la he encontrado tan vacía. Siempre está llena de vida, con muchísimas familias paseando. Y me resultaría insolente, de una insolencia deshumana, desear otra cosa. En realidad, es un motivo de alegría que cada lustro que pasa, la población china viva más prósperamente y pueda disfrutar más del turismo nacional y del extranjero. Personalmente, los mares de caras felices, que he visto en China como en ningún otro país, me resultan como los árboles meciendo sus hojas en la brisa: agradables. Las magnitudes chinas Hace un año, en el verano de 2023, mi padre visitó China por primera vez. Él vino por su hijo. Tenía por el país las mismas inquietudes generales que todo el mundo, y también las mismas que las mías. Pero, además, las inquietudes de un padre. Hasta entonces yo no había viajado apenas; tan solo a la capital, y por una cuestión de papeleo. Había estado centrado en mis estudios. Aproveché para conocer con él y unos amigos Beijing (sus monumentos), Guangzhou (su bella modernidad), Yangshuo (su río idílico y sus montículos inverosímiles), Guilin (sus pagodas y su buena comida), Chengdu (la ciudad de los osos panda) y por supuesto Xi’an. A mi padre le maravillaron las magnitudes de China, los miles de personas en las enormes estaciones de tren, preparados para moverse por el país; también la modernidad, la facilidad de hacer todo con el móvil, y la resolución y simpatía de la gente. Esta simpatía es un hecho que no pasa desapercibido. Yo ya lo había comprobado en el campus de la universidad y en las calles de Xi’an, pero se extiende por toda China. Está presente en hechos innumerables y cotidianos. Siempre una sonrisa, una voluntad de comunicarse. Es el humanismo, el cariño a los pueblos y la curiosidad por aprender cosas nuevas y hablar con gente de otros lugares, que construye la China emergida de 1949. En mi país, España, estamos en este punto dolorosamente atrasados. Hace poco, en torno al 1 de mayo de este año, mi padre volvió de visita a China, esta vez junto con mi hermano. Vinieron dos semanas, aprovechando la exención de visado. En contraste con el otro viaje, que había sido más movido, esta vez visitamos con calma solo dos ciudades: sobre todo les enseñé en detalle Xi’an, pero también fuimos a la meca de la revolución china, Yan’an (el lugar en el que el Partido Comunista de China logró en la década de 1940 terminar de establecer la estrategia para liberar el país). Al ir del aeropuerto a la ciudad, mi hermano fue recayendo en la enorme cantidad de coches eléctricos. “Aquí están por delante de Europa”, dijo. Esta realidad aún hoy sorprende a algunos viajeros de las viejas potencias capitalistas, pero en una década se va a convertir en sentido común. China se sigue desarrollando a pasos más acelerados que el resto de potencias. Cada vez va a ser mayor el número de aspectos en los que va a estar a la cabeza. La humanidad marcha, por este país, a la avanzada. Lo segundo que más le impactó a mi hermano –segundo, no por grado, sino porque eran necesarios más días para que se decantase como una verdad contrastada– fue la simpatía del pueblo chino. Seguramente esto le habrá marcado de manera más honda tras su regreso. Ahora mi hermano y mi padre saben ya de primera mano lo que les venía diciendo prácticamente desde que llegué: que aquí se está muy a gusto, que es un país muy agradable. No solo la seguridad es enormemente tranquilizadora (¡cuánto aprecian esto sobre todo las amigas de Latinoamérica!). El país, íntegro, es un conglomerado de intereses paisajístico, gastronómico, histórico, tecnológico, cultural y humano. China tiene casi la misma superficie que toda Europa y el doble de población. Y me refiero a Europa completa, desde el Algarve hasta los montes Urales, en contra de la actual insistencia de los medios occidentales de desgajar a Rusia. Ante semejantes proporciones, cuando uno viene a visitar China, debe saber que es inagotable. Aquí no se le puede decir a un turista que hay un lugar “imprescindible”. En realidad son muchos, muchísimos, pero todo visitante tiene que “prescindir” de alguno. No queda más remedio. Como en la mejor pastelería, hay que escoger algo y dejar el resto para otra ocasión. Sin embargo, sea el rincón que uno conozca, vengo contrastando que todo el mundo se va con una misma mezcla de admiración, satisfacción y sensación de haber descubierto algo nuevo. No se trata solo de una serie de edificios históricos, ni de meros restos arqueológicos, ni de un mar de nuevos manjares, ni de unas cuantas ciudades modernas o unos bellos rincones rurales. Es, en realidad, una civilización milenaria, extendida en un país enorme, plagada de particularidades regionales, que marcha decididamente por la vía del progreso integral, dentro de la cual se incluyen la tecnología punta, el creciente bienestar de la gente –en armonía con la naturaleza– y la amistad entre los pueblos. Uno puede venir aquí y no saber con precisión ante qué está. Pero uno no puede dejar de sentir sus agradables efectos. *David Fuente es doctorando en Teoría Marxista en la Universidad Jiaotong de Xi’an. |
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