Por R.M.Bermúdez
Como difícilmente podría haber sido de otra forma, el Gobierno ha incluido en su lista de tareas prioritarias para este curso lograr una transformación y mejora de la economía real a través de la innovación. Así dicho, no es nada nuevo. Hace tiempo que China ha decidido que no hay mecanismo más inteligente para garantizar un futuro próspero para la nación y sus ciudadanos que una apuesta descarada por la innovación. De hecho, hace ya un lustro que las inversiones de China en I+D superaron a las de la Unión Europea.
A estas alturas de siglo, son raros los analistas, ya sean sociólogos, economistas o antropólogos, que no vislumbran una sociedad completamente robotizada en un futuro más o menos próximo. Es difícil predecir cómo habrán evolucionado nuestras sociedades, digamos, dentro de veinte de años, pero todo hace entrever una transformación radical del mercado laboral. La mano de obra no especializada difícilmente tendrá cabida en un mercado en el que las máquinas harán el trabajo del hombre a cambio de unos costes infinitamente menores. Si eso va a ser verdaderamente así, tomar la delantera en un mundo extremadamente competitivo es una cuestión vital.
Y China lleva tiempo aplicada a ello. Los pilares sobre los que se asentó el fabuloso crecimiento económico del país han dejado de ser sólidos. Hace tiempo que China sabe que no puede seguir siendo la fábrica del mundo. Los salarios crecen, al igual que la conciencia medioambiental, y la realidad demográfica del país es una cuestión peliaguda a tener en cuenta. En esas circunstancias, la reconversión industrial y, sobre todo, el fomento de la innovación, son las recetas escogidas por el Gobierno y las más adecuadas a las necesidades de la nación más poblada del planeta. La apuesta es el valor añadido. Y es la apuesta correcta.
China ha hecho sus deberes. Actualmente exporta tecnología ferroviaria de alto nivel a medio planeta, trabaja para competir internacionalmente con las empresas aeronáuticas más punteras, es ya una potencia mundial en todo lo que tiene que ver con Internet y la telefonía móvil, y desarrolla un programa espacial multimillonario cuyas aplicaciones prácticas pueden ser una gran incógnita para el profano, pero que a largo plazo darán sin duda unos réditos incalculables al país.
A los poderes públicos no se les puede pedir mucho más. Están realizando un trabajo de concienciación imprescindible, apuestan por una política fiscal que libera a las empresas para que puedan destinar recursos a la investigación y están creando espacios físicos para que las start-ups puedan compartir inquietudes y conocimientos. Corresponde, pues, a la iniciativa privada cerrar el círculo. Aportar recursos económicos y humanos para hacer de China un país más competitivo, lo cual acabará redundando en beneficio de toda la población.
Cada año salen de las universidades chinas, paulatinamente mejor posicionadas en el ranking mundial, millones de graduados en matemáticas y ciencias exactas. Jóvenes perfectamente capacitados para competir con los mejores y hacer del país un exportador neto de tecnología punta y productos de alto valor añadido.
El Gobierno ha hecho su apuesta. Es clara y perfectamente lógica. Corresponde ahora a la sociedad civil acabar de moldear la visión de sus dirigentes. Se trata de una apuesta a largo plazo cuyos réditos, a veces, tardan en aparecer, pero de una apuesta cuya lógica es aplastante para todo aquel que tenga ojos y quiera ver.